Cuando entro en la exposición Hieroglyphica (sala de Caja España de la calle Santa Nonia) para ver en retrospectiva cuadros exquisitos de los últimos cuatro años de Adolfo Álvarez Barthe, siento que alguien me mira desde el siglo XVIII. Y vuelvo a recordar así que, para aliviarnos de la frivolidad que nos circunda, la cultura nos invita de vez en cuando a regresar al clasicismo.
Alguien nos mira desde el siglo XVIII queriendo reconocerse en cualquier cosa; tratando de saber si algo quedó que aún merezca la pena. Y uno al mirar estos cuadros se comunica emocionado con la tradición sintiéndose deudor de tantas y tantas referencias importantes… Alguien, desde otro tiempo, nos susurra al oído que hay que ser anacrónico para liberarse de las garras de nuestro tiempo y proyectarse así hacia la Historia y la eternidad sin ataduras ni complejos.
La pintura es algo hermoso a lo que regresar.
Por eso uno recorre esta exposición y se da cuenta de que este artista posee un mundo muy elaborado y rico en simbología, y tal vez por eso sus influencias vienen más del ámbito de la filosofía, la teología, la épica, la arquitectura y la poesía que de la Historia de la Pintura propiamente dicha. Sin embargo, a pesar de que se trata de una obra figurativa y sin gesto ni opacidad sino cercana en valores plásticos a la ilustración, el arte miniado, el surrealismo y los libros de horas del medievo, uno se infiltra -gracias a todas esas veladuras y trasparencias- en ese mundo intenso y elevado, y así el alma queda en suspensión. Frente a la realidad, con esa paleta de colores irreales y esa figuración metafórica en total contraste con el presente, este artista propone una huída al interior.
Pero un momento aparte requiere la minuciosa y preciosista dedicación a la fe que hay en esta exposición. Aunque se trata de una fe amplia, sincrética y casi teosófica que hace del catolicismo un refinado panteísmo cristiano cercano al pensamiento palpitante de San Agustín y Karl Rahner, por ejemplo, y por tanto alejado en mi opinión de la terrenalidad pedestre de la actual Conferencia Episcopal Española.
Siempre es un acto de fe la creación, pero no deja de sorprender el sofoco de creencia que estos cuadros trasmiten –la anunciación, San Juan en Patmos, vírgenes duales pitagóricas…- como saliéndose así definitivamente de lo contemporáneo, y apostando por la eternidad.
Igualmente, y es otro de los vértices temáticos en los que pivota todo el conjunto, aquí está muy presente el teatro –“la vida siempre es drama” dice el gran teólogo de Basilea Von Baltasar- y la comedia del arte, los meandros y digresiones de la identidad, las enseñanzas psicoanalíticas que nos proporciona la máscara… En apariencia las referencias teodramáticas de esta exposición nos remiten a Sófocles y los clásicos griegos, pero yo veo más bien en ellos la presencia fulgurante del amor; el amor que es siempre un acto de desnudez extremo; el amor que hace de cada cuadro y cada vida un referente que nos intensifica la existencia.
Existe un perfeccionismo en estos cuadros que remite al concepto teológico de lo inmaculado, e igualmente hay en ellos una exquisitez culturalista que nos refina y nos aleja de cualquier tipo de dogmatismos al tiempo que nos da perspectiva, amplitud temporal e histórica y conciencia de que, como escribió Safo, “somos nada, arroyos cuesta abajo, sin fuente”.
Ciertamente de entre las formas que tiene el ser humano de combatir la nada, una hermosa es la pintura.
La pintura que nos educa la mirada para que logremos ver en cada persona y cada cosa el brillo de lo nuevo.
La pintura, niña bella, que es un estuche en el que acomodar tu corazón y el resto de mis joyas.
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