El Persiles no es, desde luego, el Quijote. Y el caso es que hay motivos para sospechar que las dos creaciones de Cervantes podrían haberse parecido más. Ahora sabemos que la redacción de la segunda parte del Quijote coincide con la del Persiles. Y si es verdad, como todavía sigue sosteniendo gran parte de la crítica, que los logros artísticos anulan las maneras antiguas de trabajar, el Persiles debería recordarnos más al Quijote. Y, sin embargo, ocurre todo lo contrario.
Se nos ha dicho que las aventuras del caballero manchego fueron escritas para ridiculizar los libros de caballería. Pero lo cierto es que no pocos de esos libros son elogiados en el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo. Da la impresión, como ya advirtiera el pintor y ensayista Ramón Gaya, de que el Cervantes del Quijote se decidió a escribir, no contra los libros de caballería, sino contra todos los libros. De ahí, su novedad. Porque el Quijote, en el momento de su redacción, no es lo que entonces se entendía por novela o por libro. Es otra cosa. El mismo Cervantes acomete la escritura de otros libros con la esperanza de que su nombre ocupe un lugar en la república de las letras.
Hasta el capítulo VI, el Quijote podría haber sido una más de sus novelas ejemplares. El argumento y la moraleja serían sencillos: un lector que imita a personajes legendarios de novela acaba mal. Se incluye, además, en boca de un cura y un barbero, la más cabal crítica de la literatura que se consumía a principios del siglo XVII. Pero luego Cervantes redacta un capítulo VII, y más capítulos, y una segunda parte de un libro que poco tiene que ver con lo que se escribía en aquel tiempo. Los personajes son tan vívidos que hasta hay quien escribe un falso Quijote. Son tan vívidos que hasta el mismo Don Quijote oye hablar del falso Quijote.
Tal como la conocemos, la novela europea nace con este título cervantino. No fue un paso consciente y deliberado en la historia de la literatura. Ya hemos señalado que, pese al éxito de ambas partes del Quijote, Cervantes no creyó merecer la gloria literaria con ese entretenimiento. Debió de sentir vértigo ante tal obra y tales personajes. Exactamente lo contrario ocurrió con el empeño de finalizar el Persiles.
Para el Persiles, Cervantes preparó toda la artillería literaria de la que era capaz. Leyó y releyó obras antiguas y modernas de todos los géneros. Aplicó con mesura y justicia las críticas del cura y el barbero a los libros de caballería, a la novela pastoril y a la gran poesía. Con extraordinaria racionalidad diseño un esquema verosímil dentro de un género fantástico. Mostró ser un excelente alumno de retórica. El Persiles tenía que convertirse, incontestablemente, en un logro literario nuevo o, al menos, renovado. Tenía, también, que asegurar la gloria para su autor. El vértigo que le procuró el Quijote desapareció porque, en este caso, el autor sabía lo que hacía. Pero otros vértigos, los de la agonía y la muerte, le impidieron disfrutar del enorme éxito que obtuvo con su última novela. En solo un año, el año de la muerte de Miguel de Cervantes, se sucedieron seis ediciones del Persiles. Está claro que el lector de la época reconoció el género y valoró el esfuerzo del escritor. Hoy día, la novela no cuenta con el favor del gran público. No siempre las obras mejor construidas son las que más nos emocionan. Una obra de arte no es una jaula donde encerrar, aunque sea de manera ordenada, cosas y más cosas. La jaula del Persiles se parece muy poco al nido que es el Quijote.
Para la crítica, Los trabajos de Persiles y Sigismunda pasa por ser una actualización de la novela griega y bizantina en un momento en el que son otros los géneros que empiezan a importar. Diciendo esto, la crítica no se equivoca. Pero tampoco acierta a la hora de valorar la última creación cervantina. Esa misma crítica, centrando más la atención sobre la biografía del autor, pondera mucho el prólogo, donde Cervantes, que está a las puertas de la muerte, se despide aclarándonos que todavía desea vivir. Pues bien, ese deseo, y otros, lo muestran las decenas de personajes que aparecen en la novela. Una frase de la novela es reveladora: “Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían los deseos”. Periandro, Auristela, Clodio, Policarpo, Sinforosa, Zenotia, todos, en fin, circulan por las muchas páginas de esta novela sin encontrar lo que buscan.
Cervantes, buen lector del Orlando de Ludovico Ariosto, supo construir un libro con una de las imágenes más hermosas que aparecen en el poema del italiano: el castillo encantado adonde acuden los caballeros creyendo haber visto a sus amadas. Recorren las estancias del castillo sin descanso convencidos de que, a momentos, ven y oyen a sus amadas. Nadie que haya vivido puede reírse de esta imagen extraída de un libro de caballería. Cervantes no se rió. Sabedor, como escribió en la dedicatoria del Persiles, de que “el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan”, inventó una máquina (porque el Persiles es eso, un aparato, un invento) donde los deseos y los afanes pudieran contarse, clasificarse y renovarse en la gloria literaria de un libro bien compuesto.
El Quijote ha ganado al Persiles. La locura y la última cordura de Alonso Quijano no encajan en un aparato literario. Fue preciso crear un nuevo género para tener verdadera noticia de todo ello. Pero crear da vértigo. Cervantes, para mantenerse en pie, escribió a la vez dos libros; uno al dictado de su genio y otro obedeciendo todos los cánones.
Adolfo Álvarez Barthe