¿Y si las grandes, inmensas, inmóviles construcciones arquitectónicas también sufrieran su exilio? Esta pregunta, que desde luego es retórica, responde, si alguna pregunta puede hacerlo, a una muy concreta realidad histórica. Hubo unos años, en España y fuera de ella, en los que, ya acabada, la contienda de la Guerra Civil se prolongó en un campo de batalla que, al menos, fue incruento. Del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial se apropiaron unos y otros para convertirlo en estandarte, cuando no en mausoleo, de cualquiera de los numerosos bandos que se habían enfrentado en la, entonces, reciente historia de España. No deja de ser irónico el hecho de que un edificio que aspiró a ser el referente de un lenguaje arquitectónico sin tiempo haya generado tantas disputas históricas.
En 1944 el escritor Arturo Serrano Plaja, desde su exilio americano, publica El Libro de El Escorial, una visión republicana de los esfuerzos y los logros de Juan de Herrera, arquitecto del Monasterio en el siglo XVI. Contemporáneamente, y en España, Amancio Portabales Pichel publica Los verdaderos artífices de El Escorial y el estilo indebidamente llamado herreriano. El título ya se encarga de desterrar a Juan de Herrera de su puesto en la historia del arte. En tiempos en los que el Monasterio llegó a ser tumba de José Antonio Primo de Rivera, el poeta Dionisio Ridruejo fundó y dirigió una revista cultural de Falange a la que bautizó como Escorial. Así que sus Sonetos a la piedra, publicados en 1943, le adjudican al vasto edificio la idea imperial y heroica de la España vencedora. Gregorio Marañón cree, por el contrario, que lo mejor de España se encuentra cifrado en la ciudad de Toledo, a la que no duda en aplicar el apelativo de anti-Escorial.
Podríamos añadir más ejemplos de la guerra fría que estalló para la apropiación o condena de una obra arquitectónica que, por lo que vemos, se muestra esquiva en su relación con la historia e importunada por los hombres a entrar en la eternidad. Pero queremos añadir algo distinto. Bellísimos son los dos poemas que Luís Cernuda dedicó a El Escorial. Uno, El ruiseñor sobre la piedra, escrito los últimos días de 1939 en Glasgow. Otro, Silla del Rey, escrito en EEUU diez años después. Aquí ocurre algo distinto. El autor no hace que el Monasterio se decante por uno u otro de los partidos en liza. Aquí el autor o, mejor dicho, el pecho, el corazón, el alma del autor, se apropian de El Escorial.
Tus muros no los veo
Con estos ojos míos,
Ni mis manos los tocan.
Están aquí, dentro de mí, tan claros,
Que con su luz borran la sombra
Nórdica donde estoy, y me devuelven
A la sierra granítica en que sueñas
Inmóvil (…)
Luís Cernuda pone en boca de Felipe II estos versos:
Mi obra no está afuera, sino adentro,
En el alma; y el alma, en los azares
Del bien y el mal, es igual a sí misma:
Ni nace ni perece. Y esto que yo edifico
No es piedra, sino alma, el fuego inextinguible.
Puede que no sea enigmático que algo muy grande quepa dentro de algo muy pequeño, pero sí lo es que el centro más luminoso de una persona sea una mole de piedra inmóvil muy alejada de esa misma persona.
También son personas de letras los protagonistas del episodio, a nuestro juicio, más hermoso, más misterioso y, también, más esclarecedor en torno al enigma de El Escorial. Cuando aseguramos que el episodio es esclarecedor no queremos decir que un enigma pueda ser explicado. Toda explicación es sospechosa. Y si es convincente es porque en el asunto aclarado entran en juego muy pocas e intrascendentes cosas; como en esos problemas de matemáticas en los que multitud de personas subían y bajaban de un autobús hasta que se nos preguntaba cuántos pasajeros permanecían en el vehículo. Así se nos entrenaba para convertirnos en contables o en detectives, pero no en viajeros.
Encontramos esclarecedor el episodio del que vamos a tratar porque puede ser narrado como pueden serlo las fábulas y los cuentos. El lector sabrá disculpar la forma, entre maravillada e ingenua, de nuestro contar.
A principios de los años 70 del pasado siglo, María Zambrano y José Lezama Lima retoman con intensidad una correspondencia escrita que, en realidad, no había cesado desde que en 1939 la escritora española llegara a Cuba. La isla se convirtió en una de las primeras, y más queridas, etapas de un exilio que después se reveló como un peregrinar por demasiados países. A principios de esos años 70 lo que Lezama Lima sufría en su Cuba natal era esa otra manera de exilio que niega el peregrinaje: el exilio interior. Mucho más tenían en común estos dos grandes escritores. El cuidado de familiares y su dolorosa pérdida. Parecida visión de lo que suponían los acontecimientos desatados en la historia del siglo XX. Ritmos y tiempos similares para la creación de sus respectivas obras. Idénticas creencias que no dudamos en calificar de religiosas. La Habana de la infancia de Lezama Lima y La Habana que recobra los sentidos de la niña que fue María Zambrano y que creyó haber habitado ya en su infancia malagueña.
La edición que para Editorial Verbum preparó, en 2008, Pepita Jiménez Carreras del epistolario entre María Zambrano, José Lezama Lima, María Luisa Bautista y José Ángel Valente bajo el título Cartas desde una soledad resulta imprescindible si uno quiere hacerse una idea completa de lo que supuso la amistad entre la española y el cubano.
En mayo de 1976, Lezama Lima le comunica a María Zambrano que, pese a estar sobremanera interesado, no ha recibido algo que se le había prometido: el Discurso de la Forma Cúbica del arquitecto Juan de Herrera. El 2 de julio del mismo año, desde su residencia de La Pièce, María Zambrano escribe y envía una carta a Lezama Lima. Le comunica que también le remitirá el tratado de Juan de Herrera, aun confesándole que el dicho tratado era de dificilísima lectura. Poco importa que el escrito del arquitecto sea más o menos inteligible para la autora española. El caso es que una figura geométrica se instala en el corazón de dos personas afines que, en esos momentos, sólo se diferenciaban por el tipo de exilio que sufrían. El caso es que, también, los dos esperan la forma cúbica.
Es ahora cuando el lector debe saber que la famosa figura cúbica aparece en el fresco de la bóveda del coro de la basílica de San Lorenzo de El Escorial, pintada en el siglo XVI por el artista italiano Luca Cambiaso. Sabemos que Juan de Herrera intervino, como uno más de los humanistas que imponían su programa iconográfico, en la decoración del Monasterio. Raro se nos hace ver a la Santísima Trinidad congregada alrededor de un hexaedro. La figura cúbica herreriana es protagonista en el fresco que reproduce la Gloria. No se nos hace antipática, pero sí inquietante, la presencia de una figura tan firme y tan sólida en un lugar como el Paraíso. Si en el Paradiso de Dante es Beatriz quien nos hace ver una Cándida Rosa, en el de Luca Cambiaso vemos un cubo. Da la impresión de que aquí nos encontramos con algún secreto arcano o con una de esas figuras que tanto proliferaron en la magia del Renacimiento europeo. Después de todo, el tratado de Juan de Herrera pertenece a esos escritos incluidos en el arte lulliano que tanta influencia ejerció en el imaginario medieval y renacentista.
Uno se imagina el viaje del libro que María Zambrano ruega que envíen a Lezama Lima y que contiene el tratado y las ilustraciones del arquitecto y matemático español. No era la primera vez que imágenes relacionadas con El Escorial viajaban de país a país. En tiempos de Felipe II, se encargaron diseños a los más afamados arquitectos para contribuir con sus conocimientos a la construcción del Monasterio. Multitud de planos y dibujos fueron enviados de una ciudad a otra para ser examinados por otros arquitectos y para que el mismo Felipe II los estudiara. Cuando el rey se hizo con la corona de Portugal y se vio obligado a residir dos años en Lisboa, modelos y diseños de detalles arquitectónicos, de mobiliario y de artes suntuarias abultaron el correo real. Ya construido, planos y estampas del Monasterio dibujados por Juan de Herrera y grabados por Perret adornaron las mejores bibliotecas del mundo. Así creció la fama de lo que empezó a llamarse la Octava Maravilla. A principios del siglo XIX, en uno de sus destierros (¡qué casualidad!) Gaspar de Jovellanos encontró, en una biblioteca de Mallorca, un manuscrito del tratado. Le fascinó, lo prologó y lo publicó. Se vio incapaz de dar muchas explicaciones y, probablemente, no sólo porque Jovellanos fuera racionalista. Hay algo enigmático en esa figura geométrica.
Es urgente aclarar algo importante. María Zambrano no leyó nunca el Discurso del Sr. Juan de Herrera aposentador mayor de S.M. sobre la Figura Cúbica. Se entretuvo con otros textos que Editora Nacional incluyó en el libro, como el de una no muy extensa cita del sueño de Lucrecia que, en la noche del 22 de noviembre de 1587, profetiza la derrota de la Armada Invencible, la ruina de España y la muerte de Felipe II. No deja de ser extraño el hecho de que una autora, que más de una vez se autodefinió como órfico-pitagórica, no llegara a leer las páginas del tratado. Supuso que esas páginas podían interesar a Lezama Lima.
Pero es que el escritor cubano tampoco llega a leer el tratado. Su salud empeora los primeros días de agosto de 1976. El día 8 ingresa en un hospital y en la madrugada del día 9, acompañado de unos pocos amigos y de su esposa, María Luisa Bautista, muere de un fallo cardiaco. Los envíos dirigidos a él todavía no han llegado a la isla. No los recibirá su destinatario. Los recibirá esa Cuba que María Zambrano y José Lezama Lima, en su correspondencia, en sus artículos y en sus ensayos, llamaban Cuba secreta. Una Cuba anterior y posterior a la historia y dispuesta a dejarse fecundar por un cubo.
Esa cifra de El Escorial que es el cubo de Herrera, que a su vez es cifra de algo que intuyeron nuestros autores, viajó por nuestro universo mundo para ofrecer una patria a los exiliados y a los desterrados. Ninguno de ellos leyó el tratado. Todos se alegraron de su existencia y lo esperaron. Todos sabían que podían encontrarlo en una bóveda.
Adolfo Álvarez Barthe
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